“Escucha atentamente”. Eso es lo que siempre me decían los mayores: mi madre, mi padre, mis profesores, … Nunca les escuchaba. Siempre pensaba en otras cosas mientras los rugidos de sus gargantas golpeaban mis oídos sin hacer efecto.
Pero un día, por la mañana, un hermoso sábado de primavera, algo me llamó mucho la atención. Mientras jugaba con mis amigos a torturar a una pobre hormiga echándole agua sobre su pequeña y frágil cabeza, me di cuenta de que esta hormiga nos hablaba. Una extraña sensación me vino al corazón, y comprendí el dolor que sentía aquella pobre hormiga. “Dejémosla” les sugerí a mis amigos “está sufriendo y no se merece esto”. Los ojos de mis amigos se volvieron hacia mí confundidos. Por suerte, eran buenos amigos, y me hicieron caso.
Pero esa no fue la única vez que me pasó. Mientras leía un libro de misterio, vi a una pequeña araña deslizándose por la ventana de mi cuarto. Me acerqué a ella muy despacio, y comprendí que tenía hambre. Empezaba a aprender a escuchar atentamente, aunque es posible que no sea precisamente aprender. Por supuesto, ni una araña ni una hormiga hablan, por lo que es difícil entenderlas. Pero no se necesita oído: se necesita corazón. Cuando vi a la hormiga ahogándose aquella mañana, todavía no comprendía por qué la entendí. Tampoco lo comprendí cuando la araña se deslizaba por mi ventana. Lo entendí una tarde, cuando las flores se estaban cerrando, entonces, comprendí que tenían sueño. Y no me hablaron. Lo único que necesité fue mi corazón y mis sentimientos.
Por desgracia, muchas veces veo a mujeres aplastar grillos cuando están cantando, a niños arrancando los pétalos de una margarita cuando ella simplemente se limita a reflejar su hermoso color blanco, … Una lástima, ¿no creéis?
Subscribe to:
Post Comments (Atom)
No comments:
Post a Comment